Una vida cabe en una caja de cartón,
Un cuerpo necesita una caja grande, normalmente de madera
Una vida entera, no. Esa cabe en una caja de zapatos o en una de esas cajas metálicas con estampaciones multicolores, que compramos alguna que otra vez en el súper, cargadas de galletas de mantequilla.
En una de esas guardaba sus escritos. Sus cartas de amigos con una letras descoloridas de color azul. Sus fotos amarilleadas de color sepia y pequeñas que cuando las miraba, aquella figura apenas perceptible, era el certificado fiel de una existencia.
Aquellas mañanas de feria existieron mientras él guardo aquella foto donde se abrazaban cuatro amigos casi borrachos con cuatro amigas que presumían de llevar las faldas por encima de la rodilla.
Los poemas llenos de tachaduras dan vida a una Elisa tras otra, que sin la medida del tiempo vive otra vez en la rima y en la métrica recibiendo besos y versos mientras alguien los mantiene guardado.
El gran río, tranquilo y sereno, nunca se llevó del todo las canciones que en una tarde de tristeza cantaba un chaval, con una guitarra vieja.
A pesar del tiempo, allí vivían sus anillos, el viejo bolígrafo que le trajeron de algún lugar lejano o que sirvió para escribir alguna carta de amor. Sus relojes. Los certificados de cualquier acontecimiento sin importar el tiempo.
Los nombres que aparecían en los escritos, no identificaban a nadie, las imágenes no reconocen a ninguna persona, las historias escritas en los papeles sueltos, son tan poco conocidas como la de cualquier cuento. Sin embargo mientras estaban allí, estaban vivas.
Cuando cerré la tapa que encajaba casi de forma hermética sentí adormecer muchas vidas y pensé en el poeta que habría escrito aquellos versos. La deje en un rincón que alguien limpiará dentro de algún tiempo. Ese día volverán a vivir. Antes dejé dentro dos fotos la tuya y la mía y un poema, sin nombre, sin firma.

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