La abuela Concha siempre miraba al mismo lugar. Cuando se sentaba, al atardecer de aquellos días de verano, en su mecedora, al fondo del patio, a la sombra del pino que ella misma vio crecer. Apenas se movía, cruzaba las manos a la altura del pecho y de vez en cuando movía los dedos pulgares de forma automática. Pero el resto del cuerpo permanecía inmóvil. Nunca vi balancearse aquella mecedora ni a ella mirar a un sitio distinto.
La situación se repetía cada una de las largas y silenciosas tardes del estío donde los dos teníamos cogido el sitio al lugar, el tono al silencio y la mirada al horizonte.
Yo la miraba a ella, ella no sé a donde miraba.
Habría querido pintar a la abuela Concha allí, en ese patio que en realidad es un gran balcón abierto a un paisaje implacable bordado de olivos, rodeada de geranios rojos y rosas, con todo el tiempo detenido en la penumbra clara como si de verdad le sobrara, con toda su vida descansando en un balancín inmóvil, los dos solos, cada uno a un lado del cuadro, ella dentro, yo fuera. Y ahora lo único que se me venia a la cabeza era, ¿donde miraba la abuela? Cuando un joven mira al horizonte, todos sabemos que está soñando, cuando un viejo lo mira… suponemos que está recordando.
Recordará quizás, aquellas otras tardes donde esta misma terraza estaba toda llena de chiquillos saltando, gritando. Entonces tenia que intervenir para intentar poner a salvo unas tinajas vacías de barro cocido que todavía acompañan a unos macetones rebosantes de plantas que ahora crecen con una tranquilidad que hace parecer que su belleza no tiene mérito y como si hubiesen perdido una chispa de alegría.
Tendrá en su cabeza las grandes reuniones familiares, las celebraciones de los momentos importantes de sus hijos, primero y de cada uno de sus nietos, después. Por este lugar, también ha pasado la vida, la de toda la familia que en realidad antes de ser nuestra, había sido suya y que aquí, poco a poco, mientras crecíamos sin darnos cuenta, ella iba repartiendo, para que al final cada uno la hiciera propia y decidiera vivirla en otro sitio.
A lo lejos se ve una pequeña casa y junto a ella el camino que la abraza y continúa hasta el pueblo. Me pregunto si su mirada en realidad recorre esa senda y paso a paso llega hasta una juventud que por ser lejana nosotros ignoramos, como si no hubiese existido. Por ese camino vendrían con las primeras luces del alba, corceles enjaezados de cascabeles que traían con la brisa de la mañana canciones de amor que se le rizarían en el pelo y se le prenderían en el corazón. Y por él se irían, escondidos en las sombras de las noches oscuras, los desengaños que la harían llorar y dejarían esas cicatrices que nunca hemos conocido.
Cuando le pregunto en que piensa o qué es lo que mira siempre me contesta con un gesto más expresivo que las palabras que apenas salen por su boca sin descubrir nada.
Pasarán por su mente las dudas que le hicieron decidir en unos momentos crueles que solo ella conoce, le atenazará quizás el arrepentimiento de no haber tomado otro camino. ¿Reconstruirá de forma imaginaria una vida que no fue o un amor que no prosperó?
Quiero recordar su mirada, con su gesto tranquilo y satisfecho de la persona que tiene la conciencia en paz y que solo espera que ocurran aquellas cosas que uno no puede alterar. Quiero pintar su silencio en el que retumban las palabras suaves y cariñosas que durante toda una vida me dedicó en una intimidad que era capaz de conseguir en medio de la vorágine de invitados que era siempre esta casa.
Quiero pintar sus besos y sus abrazos, con los secretos compartidos que nunca reveló a los que sobre mí, ejercían la autoridad que les obligaba a corregirme y que ella veía de otra forma mucho menos imperiosa.
Me quedo para siempre enganchado en sus ojos y veo otros horizontes, otras personas sentadas en la misma hamaca.
Mientras los geranios en silencio, quieren acompañar con sus colores a la brisa de la tarde y con las pilistras adornan una imagen imperturbable haciéndose cómplices de un momento y de un lugar del que forman parte como si ellos sí supieran qué es lo que ve la abuela Concha.
Y la brisa vuelve a acariciar nuestra piel empujándonos a los dos a esos sueños, secretos que juguetean con las flores, con el campo y que nos trasportan por separados pero juntos, a los confines de un universo mucho mas real y mucho mas hermoso en el que permanecemos tantas horas como nuestra imaginación nos regala. Y del que solo nos arranca las penumbras del atardecer y los fríos de la noche.
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