Nunca digas que fui yo
Nunca digas que fui yo
quien mató a Rafael Bermúdez Fernández.
Nunca fui capaz de suministrarle los brebajes mágicos que le habrían librado
de tanto dolor, ni siguiera fui capaz de
dar el golpe en la espalda que lo hiciera volar hacia un fin más rápido y mucho más
espectacular digno de ser mencionado en letras y en palabras colgadas de una
red inteligente.
Debió de ser una confabulación divinamente
orquestada desde el mismo momento en que llegó a esta tierra. En la que
intervinieron todos los elementos hostiles,
todos los enemigos de la vida, sin prisas, poco a poco
con la seguridad de que al final sus planes acabarían triunfando.
Sospecho que los
idiotas incompetentes que se exhiben, pomposamente alardeando de sus éxitos, tuvieron mucho que ver en el trágico
suceso.
Sin embargo, fueron la estupidez, el silencio y el
ruido, el abandono sistemático, la belleza ausente, el olvido,
la soledad. Las armas que lo empujaron disimuladamente. Para que todos los
demás pudieran esconderse en los pliegues
oscuros y acusadores del tiempo
como principal acusado.
Cuando ya apenas el aire
le servía para sobrevivir, cuando
el espacio y el tiempo se confundían en una cosa sin sentido, me preguntó quién
erais todos los que le rodeabais. Pero...
Hoy, sin que a nadie le importe, sin que él os conociera,
sin que supierais quien era, hoy, yo os
grito que a Rafael Bermúdez Fernández, lo mató: La risa que dejó de retumbar por los caminos, la carta de colores que no llegó, el amigo que abrazado a otra vida se alejó en silencio. El teléfono
que repetía el sonido hueco de la llamada y devolvía el silencio vacío de la
ausencia. El reproche colgado en aquel minuto y que quedo estirado para siempre
como el monigote colgado en un espantapájaros. El beso que no llegó porque un
día se extravió entre los labios que tenían que decir cosas más importantes. El reloj que se quedó parado en un segundo que no importaba nada.
Yo hubiera apretado con gusto, si el me lo hubiese pedido,
el gatillo que empujara al percutor que alertara la bala, que le perforara la
frente y esparciera de forma explosiva, los sesos por aquella celda inmensa de
su soledad. Pero no lo hizo, hoy
arrastro los recuerdos del que fuera mi único amigo del que os anuncio que
existió y al que yo no lo maté.

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