sábado, 8 de noviembre de 2014

Nunca digas que fui yo

Nunca digas que fui yo 





Nunca digas que fui yo
quien mató a Rafael Bermúdez Fernández.

Nunca fui capaz de suministrarle  los brebajes mágicos que le habrían librado de tanto dolor, ni siguiera fui capaz de  dar el golpe en la espalda   que lo hiciera volar  hacia un fin más rápido y mucho más espectacular digno de ser mencionado en letras y en palabras colgadas de una red inteligente.

Debió de ser una confabulación  divinamente  orquestada desde el mismo momento en que llegó a esta tierra. En la que intervinieron todos los elementos hostiles,  todos los enemigos de la vida, sin prisas,  poco a poco  con la seguridad de que al final sus planes acabarían triunfando.

Sospecho  que los idiotas incompetentes que se exhiben, pomposamente alardeando  de sus éxitos, tuvieron mucho que ver en el trágico suceso.

Sin embargo, fueron la estupidez, el silencio y el ruido,  el abandono  sistemático, la belleza ausente, el olvido, la soledad. Las armas que lo empujaron disimuladamente. Para que todos los demás pudieran esconderse en los pliegues  oscuros  y acusadores del tiempo como principal acusado.
Cuando ya apenas el aire  le servía para sobrevivir,  cuando el espacio y el tiempo se confundían en una cosa sin sentido, me preguntó quién erais todos los que le rodeabais.  Pero...

Hoy, sin que a nadie le importe, sin que él os conociera, sin que supierais quien era, hoy,  yo os grito que a Rafael Bermúdez Fernández, lo mató:  La risa que dejó de retumbar por los caminos, la carta de colores que no llegó, el amigo que abrazado  a otra vida se alejó en silencio. El teléfono que repetía el sonido hueco de la llamada y devolvía el silencio vacío de la ausencia. El reproche colgado en aquel minuto y que quedo estirado para siempre como el monigote colgado en un espantapájaros. El beso que no llegó porque un día se extravió entre los labios que tenían que decir cosas más importantes.  El reloj que se quedó parado  en un segundo que no importaba nada.


Yo hubiera apretado con gusto, si el me lo hubiese pedido, el gatillo que empujara al percutor que alertara la bala, que le perforara la frente y esparciera de forma explosiva, los sesos por aquella celda inmensa de su soledad. Pero no lo hizo,  hoy arrastro los recuerdos del que fuera mi único amigo del que os anuncio que existió  y  al que yo no lo maté.

No hay comentarios: